30 de noviembre de 2008

Verano

El desierto era un mar dorado y ondulante. Hasta donde su visión llegaba, exactamente en la línea del horizonte, se levantaba el cielo esmeralda, tan intenso que les recordó la obsidiana de los Antiguos. Anonadados miraban por la escotilla. Uno musitó que le gustaría salir, el resto captó las palabras y los pensamientos. La portezuela se corrió y los cuatro descendieron de la nave y respiraron la atmósfera saturada de oxigeno. “Es maravilloso” emitió uno. “Sí” secundó otro.
La tarde declinaba en la Tierra. Ellos, de pie, sintiendo la lene textura de la arena que comenzaba a enfriarse apenas bajo sus pequeños pies.

27 de noviembre de 2008


En la Tierra se habían encendido miles de luces, blancas, amarillas, azules, rojas, naranjas. Los árboles, adornados, despedían su olor a resina. Había cantos, velas y esperanza. Era la noche de Navidad, una hermosa noche multicolor. Quienes observaban desde la nave nodriza no comprendían, no obstante, cautivados, permanecían en silencio.

26 de noviembre de 2008

Después de orbitar el planeta maravilloso, comenzaron a descender en la parte más llamativa lo suficiente para usar la pantalla panoral. Cuando la imagen emanada de aquel azul atrayente se configuró en la pantalla, los visitantes se embelesaron con los que veían: no entendían, no sabían qué era. Allá abajo, el océano continuaba arrullándose, adormeciéndose bajo las blancas cresta irisadas por el viento.

19 de noviembre de 2008

Laam ilaa - anee (tablilla 238)

Los domos lucían opacos a esa hora. Esparcidos por la cara norte del planeta eran como antiguos recuerdos de luciérnagas iluminando un árbol verde y oloroso en la noche de diciembre. Más allá, el casco negro y profundo del cielo. En su receptáculo para habitar, Gaa Hal Amer leía en el visor el contenido de una de las tablillas encontradas en el viejo planeta. Fue allí cuando sus recuerdos implantados le trajeron a la memoria una época feliz. Se recostó, como solía hacerlo, cerró los ojos e imaginó cómo sería volver a tener el cuerpo de los antiguos a los que llamaban humanos... No podía imaginar cómo él descendía de ellos. Afuera, un viento extraño barrió la superficie, susurró en los domos y se alejó sisienado.

18 de noviembre de 2008

Sólo el silencio en el océano nocturno del basto universo... la pequeña nave lo cruzaba despidiendo apenas un difuso resplandor azul. Atravesó, muy distante, el espacio negro... el silencio permaneció.

12 de noviembre de 2008

En el andén


Se mimetizó en un contexto de abrigos, sacos, chamarras, bufandas. Tom Maclain no podía encender un cigarrillo entre la multitud, además ya estaba prohibido, prácticamente sólo podía fumar en su casa. Seguía, entre el movimiento de cientos de personas, a un individuo que se le escabullía entre gorras, sombreros y cabellos de todos colores. Era su objetivo un oficinista gris, simple y sencillo, pero del cual se había descubierto que servía de enlace entre un traidor y un agente que traficaba documentos ultra secretos para su país. Tom trataba de conocer los movimientos del “enlace” para determinar si eso lo podía conducir hasta quien recababa la información. Esa vez, como en otras, yo caminaba cerca de Maclain, pues cuando yo bajaba del metro, él siempre estaba ahí; íbamos como en la corriente de un río caudaloso. Su verdadero nombre no era Tom Maclain, sino Esteban Matamoros, personaje que se inspiraba en Mente brillante (A beautiful mind).

8 de noviembre de 2008

Contraespionaje


El Señor X fue contratado, vía top secret, por el Señor Z, para seguir y espiar al Señor Y. Con el paso de los días se dio cuenta de que las actividades del Señor Y eran rutinarias y comunes. Sin embargo, las instrucciones que le llegaban decían: continuar. Era un juego extraño: cuando el Señor Y salía, él lo seguía; cuando necesitaba dejar su puesto para ir a comprar comida, el Señor Y iba tras él. Pensó que pudiera ser que él fuera el observado.

El Señor Y miraba la ventana de la habitación de enfrente, contratado por el Señor W espiaba a un tal Señor X. A los días notó que X no tenía los grandes movimientos que imaginó, ni se entrevistaba con ningún tipo de aspecto sórdido, ni llegaban autos oscuros, no obstante, las instrucciones eran: continuar. El Señor Y comenzó a pensar que tal vez el Señor X lo espiaba a él. Pues cuando salía a comprar alimentos, X salía. Si Y no abandonaba su habitación, veía que X tampoco.

El Señor Z había requerido los servicios de X pues imaginaba que Y podría estar efectuando ciertas actividades en su contra y el Señor W consiguió a Y para cerciorarse de que X no estuviese intentando nada que lo fuera a perjudicar.

Un día, en la calle, el Señor X y el Señor Y se encontraron tan cerca uno del otro haciendo su trabajo que no les quedó más que saludarse. Días después platicaron, más tarde hablaron de sus trabajos secretos, luego se confesaron uno vigilar al otro. Finalmente, acordaron investigar quiénes eran los señores Z y W, para espiarlos.

6 de noviembre de 2008

El otro que no soy yo




Cuando el hombre, vestido con una gabardina color caqui, sombrero Old fashion y fumando, llegó a los andenes, el tren subterráneo que acababa de arribar estaba resoplando todavía. Se buscó un lugar desde donde observar a cada uno de los que ya bajaban. Miró la foto, medio arrugada, y la estudió largo rato. Debía grabarse ese rostro. Por ejemplo, las cejas tenían una curvatura poco usual, eso le serviría para memorizarlas. Ahora, los ojos... tienen un color almendrado, bueno, fácil de retener. Los labios, se debía fijar en los labios. Soltó una bocanada y entre el humo los estudió. Nada especial, ¡ah! excepto por las comisuras, combadas hacia arriba, un poco más de lo usual. Escrutó con mirada de agente secreto los rostros de quienes comenzaban a descender de los vagones. Nada. El viejo no aparecía. Fumaba con una lentitud estudiada aguardando tranquilo y seguro de sí mismo. Sonreía al recordar que guardaba la paga en el bolsillo delantero del pantalón, muy buena, y balanceaba la pierna para sentir el peso de los billetes sujetos con una liga. Su rostro se animó al descubrir finalmente al anciano, alto y con una gabardina oscura. Las cejas, los ojos, la comisura de los labios, todo encaja. Es él, comprobó el rostro sin gesto del viejo con el de la fotografía y lanzó la colilla al suelo. Se disponía a seguirlo, pero se detuvo al notar a un pasajero, prácticamente igual al que seguiría. Las cejas, los ojos, los labios… ¿Quién era su hombre? Titubeaba cuando de pronto vio a alguien parecido a él mismo, con vestimenta semejante, mirando alternativamente una fotografía y a los pasajeros.

4 de noviembre de 2008

En la mesa de un café




El cigarrillo se consumía despacio, el café se enfriaba despacio y despacio leía City of glass. Me cambiaba mentalmente la identidad para parecerme más a los hombres de papel de Auster. Yo leía que un tipo seguía a otro y cuando el hombre entró al café y lo vi lanzando miradas furtivas a un personaje en particular sentado en la mesa cerca de la ventana, y cuando advertí que anotaba algo en un cuadernillo, me pareció que estaba ante Continuidad de los parques (siguiendo a Cortázar) y que la dimensión literaria se había interceptado con la dimensión real. Con el índice en la página que estaba leyendo entrecerré la novela (The New York trilogy) y me dedique observar al del cuadernillo. Quedé hipnotizado por la escena. Aquel hombre miraba con insistencia, pero con disimulo, al otro que bebía café con una mujer. Eso no podía perdérmelo, saqué la pluma y mi libreta de apuntes y comencé a escribir notas para un cuento que tenía que ver con lo que estaba leyendo, con lo que veía y con la imaginación que le ponía. Así que de pronto era Paul Auster, el tipo que yo observaba mirando a otro y yo, haciendo lo mismo: los tres en un café, observando a otro y haciendo anotaciones en un cuaderno.
Hoy es como cualquier otro día: el autobús se deslizó sin aspavientos, el viaje silencioso propició los pensamientos, la posibilidad de desempolvar alguna esperanza, el deseo de hacer algo diferente hoy. El peinado de la mujer de enfrente es raro, su rostro es raro; el hombre de más allá es feo. Regreso a mí mismo para seguir escavando en mi intrior, darme cuenta de que soy feo, que las horas no me precupan en este momento, que el ir sentado, oscilando en el vaivén del enorme velero de colores que surca el bulevar balanceándose, me mueve a mirar hacia dentro. Pero noto que las calles lucen diferente por la nublazón; las personas en las aceras me parecen estáticas, sorprendidas en un movimiento suspendido. Son maniquíes dispuestos por aquí y por allá. El conductor es como un robot, los pasajeros somos robots, replicantes humanos... me gustaría hacer algo diferente hoy. Tal vez podría bajar en la siguiente parada.

3 de noviembre de 2008

Los días en el espejo

Los días en el espejo, algunos atemorizantes, veloces otros, tristes unos más, suaves, tranquilos... una mezcla de mañanas, tardes, noches y madrugadas. Y hoy, son las doce del medio día y desde hace un alargado rato he vivido pensando que son las nueve de la mañana. Es como si la dimensión temporal se hubiese detenido para mí, sólo para mí, pero eso no es así: ni se detuvo por mí, ni siquiera se detuvo. Sigo de bajada, tratando de tocar la suavidad del día deslizante. En fin, las letras, el cortar y pegar, me esperan sobre la mesa electrónica. Me voy ahora.

2 de noviembre de 2008

La ciudad allá afuera


Esta ciudad es como cualquier otra. No importa que calle se ve al asomarse por la ventana, es la nostalgia, es la soledad, lo que me rodea; se contextualizan los sentimientos de distancias y de aquello que ya no está. Veo las horas cayendo despacio en el fondo irremediable del día, la luz ya se ha reclinado y aunque sé que las calles están allá afuera bullendo, puedo apartar un rincón de luz para recordar algunos rostros.

1 de noviembre de 2008

Luces nocturnas


La noche se ha asomado. Es un hoja de cristal estallando en colores iridicentes. Diminuto camino bajo las lámparas en el calor de octubre. Un viejo me mira al pasar y yo lo miro a él, habitante cotidiano de la calle que se dispone a dormir. Yo sigo memorizando la geografía de nomenclaturas y edificios. Con el viento en la cara me siento un velero navegando sobre un océano de pavimento. Cruzo las esquinas con buen tiempo. Una galería de máscaras tras el cristal de las ventanillas de los autos, cruzan y cruzan, sin gesto.