24 de agosto de 2009

Conmigo mismo

Me meteré en la cama ahora. Cerraré los ojos y me dormiré sonriendo. Me soñaré tal vez corriendo como un perro con las orejas al aire y los ojos entornados. Quizá me construiré soñando en el que quisiera ser, tal vez tendré otro nombre, caminaré en la noche solitaria por una calle de farolas tristes, la llovizna no me mojará en el sueño. Tal vez recuerde nombres o sueñe que he sido feliz con mi madre... pero sé que, sin importar que sueñe, estaré sonriendo.

Un alma a las tres de la mañana

A las tres de la mañana abrí los ojos, salí de la cama por un vaso de agua. Había tanto silencio en el departamento. Afuera había silencio también… la ciudad dormía. Me asomé por la ventana: la calle vacía, iluminada a intervalos por el esfuerzo de las farolas amarillas que asomaban por entre las ramas de los árboles. Los árboles meciéndose en un viento suave que los arrullaba en esa tranquila noche de finales de agosto. Permanecí un momento en la quietud. Cerré la ventana para ir a la cama, en ese momento escuché que alguien, en medio de la soledad, en la larga noche de verano, pasaba en bicicleta. El sonido del timbre me hizo pensar que alguien cuidaba desde allá afuera. ¿Quién sería? El sonido de ese timbre en el silencio de las tres de mañana no lo olvidaré nunca… me da una sensación de paz.

20 de agosto de 2009

Otro intento de conquistar el aire

Mientras redactaba los artículos para las revistas El Faro y Letras y Letras me pasó, me pasó muy cerca la idea de continuar mi novela, abandonada desde hace meses. Pero beber un vino, escuchar jazz, salir al café, leer revisas, preparar los artículos, traer revisiones de textos a casa, asuntos de plomería, la modorra de la los domingos, el ruido de los vecinos y de la calle… no me han permitido hacerlo. La verdad es que soy un Sergio Prim, siempre buscando un hueco aunque sea en el aire.

12 de agosto de 2009

Una palabra

Hacía tiempo que no lo veía, casi lo había olvidado, era el tipejo igual a mí, bueno, que se parece a mí. Ahí estaba, sentado en una de las mesas del Boston Central. ¡Cómo diablos vino a dar a este lugar! (bueno, si me seguía, o ha continuado haciéndolo sin que me de cuenta). Bebía y bebía de una taza que parecía una fuente de café inagotable, y escribía y escribía… y escribía, lucía como esos viejos oficiosos. Durante un largo rato no sacó la cabeza del agujero de papel, echó una mirada de pollo nervioso y se volvió a sumergir. Al parecer llevaba mucho tiempo trabajando pues ya había apilado gran cantidad de hojas. Me sorprendía verlo clavado en sus cosas, y era como estarme viendo a mí mismo desde la distancia. ¿Así me veo cuando estoy ensimismado escribiendo? ¡Qué feo! ¡Qué tanto escribirá? Bueno, tal vez un cuento. Así se me fue el tiempo, viendo al tipejo. Escribí sólo unos párrafos de mi artículo semanal sobre Los dominios del lobo donde comentaría algunas cosas de hacer ficción de la ficción… un poco a lo Woody Allen. No sabía si realmente se encontraba en sus asuntos o era su forma de vigilarme. Así que esperé y esperé a que fuera al baño (en algún momento tenía que ir). Y fue. Me dirigí de manera directa a su mesa y me asomé a la pila de papel para averiguar qué tanto lo ocupaba. Me quedé perdido, no supe dónde estaba. ¡Había llenado todas esas hojas de renglones azules! Había estado escribiendo una y otra vez, una y otra vez una sola palabra ¡Una sola palabra!

11 de agosto de 2009

Tarde en la tarde

Ayer fui a la plaza, compré un trozo de pastel frío y algo para beber. Sólo deseaba estar ahí, viendo pasar a los transeúntes, comiendo tranquilamente. Sin que nada me importara, sin escribir ni leer. El sol de la tarde se reclinaba de manera especial y matizaba el paisaje de un dorado fresco y brillante. No lejos de mi torre de observación, otro observador; se hallaba sentado tan displicente como yo. Parecía tener todo el tiempo para sí, igual que yo. Imaginé que él también pensaba lo mismo: el tiempo que tengo es mío y lo usaré como quiera, pero siempre lo dejaré ir despacio, muy despacio. Me sentí tan bien, pensé que ese viejo y yo estábamos conectados de alguna forma; que había un lazo amable, un algo implícito por estar sentados en la enorme plaza, perdidos entre desconocidos, siendo dos desconocidos. Mi brazo quiso moverse hacia el bolsillo, tuve la intención de escribir, de dibujar maravillosamente una historia, no sólo la entrada, el comienzo, sino la historia entera. Me fascinaría al trazar las letras, me esmeraría en la forma de las consonantes apoyándome en el olor a flores y pasto. Pero me dije: no. Sólo estaré aquí, como el viejo, lanzando alguna migaja a las palomas, así como él. Era bueno permanecer en la banca, observando, sintiendo, estando. El tranquilo paseante se levantó, no de repente, sino con movimientos anunciados hasta que finalmente se puso de pie, luego, se marchó, comenzó a marcharse, lentamente. Más tarde, mucho más tarde, descrucé las piernas y me puse de pie sin anunciar nada. La banca donde estuvo el anciano quedaba justo en mi camino, así que pasé a un lado de ella. No pude resistirlo y, con el pretexto de colocar en la basura la bolsa de papel que el comensal olvidó, la recogí, me asomé y vi restos de un pastel frío. Lo puse, sonriendo, en el primer depósito que encontré. Me lo dije: había una conexión.

9 de agosto de 2009

Ser quien no se es o ser quien se es

Caminé por Santa Fe, desde Republicana, para ir a Boston Central. Es un café de intelectuales donde se puede uno encontrar con escritores, pintores, galeristas, periodistas culturales, como en todos los cafés del sector Marquesa-Florencia. Había dejado de lloviznar y el clima era excelente. Los edificios de Correos y de la Corte de Justicia ya habían encendido las luces exteriores y lucían majestuosos. Como es usual, las personas estaban caminando por placer; las escalinatas de algunos edificios se llenaban de gente de todas las edades, hablando y fumando. Cuando llegué a Boston Central ya había varias mesas ocupadas. Ahí, los clientes llegaban temprano y se iban muy tarde. Me coloqué en la mejor mesa que encontré. Después de pasar varios minutos bebiendo café e intercambiando algunas palabras con el camarero, que conocía pues él había trabajado en La Fuente, me dediqué a leer mi revista y enterarme de premios, convocatorias y nuevos libros. No me di cuenta cuando entró, de hecho no reparé en ella inmediatamente. Estaba sola. Primero pensé que esperaba a alguien. Luego, sacando un poco mi lado oscuro, imaginé que andaba por ahí para ver si conseguía alguna conquista intelectual. La idea me pareció un tanto cuanto fuera de lugar. El café se comenzaba a llenar y ella pocas veces levantaba la vista, parecía no esperar a nadie y hallarse aquí sólo para leer su libro. La actitud me parecía un poco extraña, así que saqué mi cuadernillo y comencé a anotar ideas sueltas. Era una mujer de unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Tenía el pelo rubio hasta los hombros, con un flequillo o tupé que le llegaba hasta los ojos. Tenía unos lentes de aros gruesos de estilo grande pasados de moda. Vestía falda y saco de color violeta claro y encima de la mesa había colocado el teléfono y su bolso. Eras guapa-extraña con rasgos faciales marcados, angulosos. La observé lo más discretamente posible. Al término de mis cavilaciones escribí: Ciertos rasgos de ella, más mi intuición, más mi experiencia en observar a las personas, me dicen que no una mujer.