30 de diciembre de 2009

Libro usado

Arthur Lowell era un desconocido para mí hasta que lo encontré en una tienda de libros usados. En una pila de cubiertas empolvadas y de bajo precio, vi un título que llamó mi atención: The man in the doorway. La contraportada dice que trata sobre un hombre que abandonado por la esposa y sus dos hijos, decidió tirar su trabajo por la ventana y alejarse de conocidos y parientes. El caso es que decidió, bien vestido, es decir, usando su ropa normal, pedir dinero en las calles, pero especialmente en las casas. Decía su historia real, un tanto arreglada por aquí y un tanto por allá, y pedía un poco de dinero para mantenerse. A veces vendía alguna cosa, pero generalmente solicitaba dinero. Vívía en un cuarto con baño y con lo mínimo para que lo recolectado le alcanzara. Esa es la trama. La historia me pareció conocida y muy cercana: decidí comprar el libro. Así fue como conocí a Arthur Lowell y, bueno, a Thomas Davis, el hombre de papel.

26 de diciembre de 2009

Días de ausencia

Son varios días de faltar a la calle, son varios apuntes empolvándose sobre la mesa. A veces las cosas se descomponen y hay que tratar de arreglarlas. Ya me reintegraré a mi vida callejera, a mi cafetín... tal vez más reflexivo, tal vez, sólo tal vez, un tanto temeroso.

16 de diciembre de 2009

No lo sabía

Durante varios días dejé sobre el escritorio el cuaderno de notas. Comencé a leer Travels in the Scriptorium de Paul Auster. Tal vez no tenga nada que ver realmente este libro con lo que aquí escribo, pero una parte me hizo pensar en lo que sería despertar un día cualquiera y encontrar que se está encerrado en una habitación. De ahí pasé a darme cuenta de algo que no sabía (esto me hizo trasladarme a otro libro The Illustrated Man de Ray Bradbury): mucho, por no decir todo, lo que nos acontece se nos queda grabado. Creemos que lo olvidamos y, en gran cantidad de ocasiones, consideramos que lo hemos enterrado o escondido en un baúl en lo más hondo de nuestro sótano interior... pero resulta que no. Todas esas experiencias nos marcan y remarcan y emergen a cada momento y las desechamos ensegida, pero luego regresan y así pasamos cada día. Se nos quedan como si fueran un intrincado tatuaje que va desde la mente hasta la piel y nos cubre todo el cuerpo. Ahí podemos leer y recordar nuestro pasado. Lo peor es que nos hacen temer el futuro. Este apunte no forma parte del cuaderno de notas.

15 de diciembre de 2009

Sin título

Estaba solo desde hacía mucho tiempo. Lo seguía estando, pero ahora se trataba prácticamente de una elección. Le gustaba ser timonero de su propio velero. Había dejado de luchar por un escritorio grande y una silla alta. Había abandonado al director dictador y tonto, dejándolo en su propia prisión de madera fina. Ya podía despertar, y aunque de recursos menguados, tomaba su café tranquilamente. El salir a la calle percibía como la ciudad le parecía más lenta, más amable.
Con movimientos lentos saco mi cuadernillo y escribo historias que se quedan, a veces, inconclusas; escribo la sensación agradable de que el día y yo compartimos un secreto, que no escribiré aquí. Anoto que el reloj se ha vuelto mi amigo y que la luz de la tarde entre los árboles es tan dorada que es para quedarse mirándola.
Escribo en mi cuaderno con movimientos lentos…

En fin, diciembre

Republicana traía y llevaba gente en sus aceras. El frío me paralizó el rostro al salir de la tienda. La fantasía de la navidad había llegado: luces de colores, los almacenes con su iluminación cálida y sus elegantes aparadores. Las personas con abrigos, guantes y bufandas lucen circunspectas. Es un frenesí, aunque algunos nos la tomamos con calma y con una pequeña bolsa conteniendo un regalo sencillo (para uno mismo) nos dedicábamos a mirar el paso de peatones desde la comodidad de una mesita afuera de Olive, bajo los toldos y las flamas de un calentador de gas. Traía mi amuleto, un libro, bueno, lo acababa de comprar: Reconstruction. Eran las ocho y el público atestaba todo. Cada uno tratando de pasar estos días… unos mejor que otros, claro. En fin, no estaba tan mal para un viejo solitario.

12 de diciembre de 2009

En la página blanca de un libro

Para no tener miedo déjame ser tus ojos en la oscuridad, para no irnos de bruces déjame la luz de tus cirios. Trazaremos un mapa de los días que vienen y remarcaremos con lápiz el paso de la noche, con lápiz para poder borrar y cambiar el rumbo. Estas calles que ves son las rutas para navegar en la ciudad de los sueños en la oscuridad sin nombres. Nos iremos perdiendo entre la gente, disimulados entre los pasos, aceras y puentes. Para no tener miedo, nos iremos juntos, tu codo con mi codo anudados, sin mirar atrás. Simplemente nos marcharemos, la noche puede ser muy larga y esconder la luna. Por hoy, me detengo aquí, en esta solitaria estación donde mi cama está dispuesta y mi lámpara encendida. Ya mañana seguiré este poema que se desalienta a ratos.

7 de diciembre de 2009

No se requiere ser poeta para formar parte de la poesía. El poeta sólo toma las partes que están ahí y las arregla para decirlas. Ayer, mientras escribía unas notas, comencé a observar a un hombre despachando gasolina. La tarde estaba bajando sobre los edificios que se volvían amarillos y las ventanas relampagueaban acero. El despachador parecía bailar en cámara lenta. Los zapatones y los pantalones anchos lo hacían verse como un payaso triste y solitario en el escenario. Y escribí que la llovizna puede dejarnos mudos de recuerdos, sentir cómo se aleja el mundo y cómo en un cristal resbala un pedazo de soledad. Detrás de cualquier ventana, alguien puede estar llorado, alguien cerrado la puerta para siempre... partiendo. Cuando la lluvia cesa, seguimos amodorrados de nostalgias, nos llena el reloj de nombres que creímos olvidados. Me levanté para marcharme, la tarde se había ido ya, con el sol detrás, adormecido. El hombre en la gasolinera continuaba, debajo de las luces blancas. Le di la espalda, dejándolo en el escenario.