18 de junio de 2009

Nota de un hombre solo

Llevo un tatuaje urbano, intrincado y profundo. Las luces y los anuncios, las plazas y los edificios se han bordado sobre mi piel y mi alma. Sé de memoria callejas perdidas, espacios ocultos y recovecos. Puedo andar a ciegas y por los olores reconocer en dónde estoy; las voces y sonidos me indican edificios y cruces peatonales. Aquí es siempre invierno, frío y llovizna. Muchos enferman de soledad, de depresión, pero esos son asuntos privados, para manejarse en casa. Al salir, el abrigo lo oculta todo. Siempre salimos a las calles, a los parques, a los cafés o a los bares, necesitamos vernos unos a otros, reconocernos, no importa que seamos no más que sombras perdidas entre sombras. No importa que casi nunca nos hablemos, basta cruzarnos unos con otros, esquivarnos como cuervos en desbandada. A veces distinguimos algún rostro conocido, a veces nos entrampamos hablando y dejando pasar el tiempo. La ciudad nos modela, nos hace creerle, nos construye día a día; somos suyos sin remedio ni reparo. Tenemos un cuerpo urbanita, un cerebro citadino.

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