Este fin de semana ha derrumbado un poco más de las últimas edificaciones de mi soporte interior. El negro domingo me impuso la desesperanza y la soledad; se alargó tanto que desfasó el polvoriento reloj. Incapaz de aventurarme a las calles porque mis bolsillos no conocen ni una moneda, me asomé por la ventana, mi única distracción, y la descubrí ahí, en la acera de enfrente. Volteaba hacia todos lados, pero su mirada era de un vacío infinito. Al pasar, algunos transeúntes la veían de arriba a abajo. A ella no parecía importarle. Yo la observaba; me recordó a alguien que conocí hace mucho tiempo. No sé si era también un poco como la imagen de mi madre... tenía ese gesto ambiguo entre la tristeza y el desgano, como una sonrisa vieja y una mueca de fastidio. El pelo le ondeaba con la brisa, la falda se mecía. Su rostro se petrificó de repente y su cuerpo se irguió, luego se dejó caer al paso del autobús.
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