24 de marzo de 2009

Desde la acera de enfrente

Este fin de semana ha derrumbado un poco más de las últimas edificaciones de mi soporte interior. El negro domingo me impuso la desesperanza y la soledad; se alargó tanto que desfasó el polvoriento reloj. Incapaz de aventurarme a las calles porque mis bolsillos no conocen ni una moneda, me asomé por la ventana, mi única distracción, y la descubrí ahí, en la acera de enfrente. Volteaba hacia todos lados, pero su mirada era de un vacío infinito. Al pasar, algunos transeúntes la veían de arriba a abajo. A ella no parecía importarle. Yo la observaba; me recordó a alguien que conocí hace mucho tiempo. No sé si era también un poco como la imagen de mi madre... tenía ese gesto ambiguo entre la tristeza y el desgano, como una sonrisa vieja y una mueca de fastidio. El pelo le ondeaba con la brisa, la falda se mecía. Su rostro se petrificó de repente y su cuerpo se irguió, luego se dejó caer al paso del autobús.

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