25 de junio de 2006

Las horas y los días

Son irremediables las mañanas azules cuyas aristas de ángulos agudos calan el corazón. Se vienen impetuosas las aceras y hay un entrechocar de transeúntes que en paralelas replican el encuentro de romanos y bárbaros.
Podría meterme en un doblez de Estación Central y en diálogo con un capuchino deletrear panecillos, pero son las ocho treinta y debo acudir puntual a mi cita: mi escritorio y su lenguaje de papeles.
Me reconforta el anticipar la hora de salida y que en el bolsillo izquierdo de mi saco guardo un enorme cigarro que consumiré parsimoniosamente deteniendo el tiempo. La salida representa la abertura diaria al portal de mi dimensión, al entreverado de calles y avenidas donde voy erigiendo espacios personales. El escritorio y la silla sólo constituyen un intervalo peregrino de mi existencia; intervalo donde leo entre renglones que no hay nada para mí allí. Es una agenda occisa donde no se ha escrito mi nombre. Así, al preciso segundo del día, en una línea recta perfecta, marcharé hasta el reino donde soy el amo de las horas y mi figura poco a poco se va difuminando en la neblina del humo para dejar en mi lugar un hueco.

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