11 de agosto de 2009

Tarde en la tarde

Ayer fui a la plaza, compré un trozo de pastel frío y algo para beber. Sólo deseaba estar ahí, viendo pasar a los transeúntes, comiendo tranquilamente. Sin que nada me importara, sin escribir ni leer. El sol de la tarde se reclinaba de manera especial y matizaba el paisaje de un dorado fresco y brillante. No lejos de mi torre de observación, otro observador; se hallaba sentado tan displicente como yo. Parecía tener todo el tiempo para sí, igual que yo. Imaginé que él también pensaba lo mismo: el tiempo que tengo es mío y lo usaré como quiera, pero siempre lo dejaré ir despacio, muy despacio. Me sentí tan bien, pensé que ese viejo y yo estábamos conectados de alguna forma; que había un lazo amable, un algo implícito por estar sentados en la enorme plaza, perdidos entre desconocidos, siendo dos desconocidos. Mi brazo quiso moverse hacia el bolsillo, tuve la intención de escribir, de dibujar maravillosamente una historia, no sólo la entrada, el comienzo, sino la historia entera. Me fascinaría al trazar las letras, me esmeraría en la forma de las consonantes apoyándome en el olor a flores y pasto. Pero me dije: no. Sólo estaré aquí, como el viejo, lanzando alguna migaja a las palomas, así como él. Era bueno permanecer en la banca, observando, sintiendo, estando. El tranquilo paseante se levantó, no de repente, sino con movimientos anunciados hasta que finalmente se puso de pie, luego, se marchó, comenzó a marcharse, lentamente. Más tarde, mucho más tarde, descrucé las piernas y me puse de pie sin anunciar nada. La banca donde estuvo el anciano quedaba justo en mi camino, así que pasé a un lado de ella. No pude resistirlo y, con el pretexto de colocar en la basura la bolsa de papel que el comensal olvidó, la recogí, me asomé y vi restos de un pastel frío. Lo puse, sonriendo, en el primer depósito que encontré. Me lo dije: había una conexión.

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