La pukaa, pequeña nave de reconocimiento, se posó suavemente sobre el asfalto. La somnolienta madrugada en retirada mantenía desierta la larga calle. Hileras de árboles de café y amarillo bordeaban las aceras. En una cocina se encendió la luz. Una brisa suave se levantó desde algún lugar y vino a mecer las ramas que desprendieron una llovizna dorada. El viento se marchó, revoloteando. La pukaa se elevó furtiva. Arriba, la luna se iba también y la tenue claridad asomaba en el apacible cielo de octubre.
Una hoja se desprendió, descendió lenta en un acompasado vaivén.
la historia del perro que se muerde la cola
Hace 15 años.
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