7 de agosto de 2012

Llueve en la ciudad solitaria

No es la lluvia la que ahuyentó a las personas de las calles y plazas; no es la lluvia la que ha hecho que la noche haya quedado desierta. En mi cuaderno escribí que es el alma que, sin avisarnos, promueve una brisa de nostalgia, de melancolía, de soledad silenciosa adjunta a nuestra presencia. Es el alma la que nos guarda en casa en actitud taciturna. No es para avergonzarse, es simplemente dejarse llevar a los sótanos de nosotros mismos. En nuestra calma interior, un poco triste a veces, un poco en sombras, es el tiempo de llovizna para reconsiderar y recomponer los pensamientos, los sentimientos, y dejar que alguna herida se atempere y comiense a sanar. Es el tiempo en el que el alma cierra puertas y clausura días marchitos y fragmentos del pasado que preferimos mantener en el baúl, también cerrado. Son horas de repensar y reescribir cosas que levantan torbellinos de polvo oscuro. Las calles solitarias me dicen que la gente se ha recogido en sus casas para estar consigo misma. Dejemos que la noche y el viento recorran las aceras y que la lluvia toquetee las ventanas. Adentro, tras las cortinas corridas, leemos o dormimos soñando en aquello de lo que hace mucho tiempo nos despedimos.

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